Guerra, gasoductos y dólares: cómo la paz en Ucrania puede reordenar la energía global y el tablero para Argentina

Entre planes de paz con cláusulas energéticas, gas ruso que gira hacia China y una Europa que no volverá a ser cliente de Gazprom, Vaca Muerta se juega su ventana de oportunidad

Claves Hernán P. Herrera
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Mientras Rusia vuelve a bombardear centrales y subestaciones eléctricas ucranianas, dejando barrios enteros de Kiev y otras ciudades con cortes de más de 12 horas en plena antesala del invierno, en otra mesa se discuten borradores de paz que ya no se limitan a mapas y líneas rojas, sino a cláusulas sobre gasoductos, minerales críticos y levantamiento gradual de sanciones. 

En las últimas dos semanas, la diplomacia se movió rápido. El punto de partida fue el plan de 28 puntos impulsado por Washington, filtrado primero a medios estadounidenses y luego analizado por think tanks europeos: un documento que, además de exigir a Kiev concesiones territoriales y límites al tamaño de sus fuerzas armadas, abría la puerta a un gran acuerdo económico con Moscú, con cooperación en energía, recursos naturales e infraestructura a cambio de una secuencia de alivio de sanciones y, eventualmente, la vuelta de Rusia al G8. 

Ese texto, ampliamente criticado en Europa como una suerte de “paz de los vencedores… pero escrita por Moscú”, derivó en una contraoferta europea de 24 puntos, que mantiene la idea de alto el fuego y garantías de seguridad, pero elimina dos núcleos duros: no reconoce cambios territoriales por la fuerza y no impone límites al tamaño del ejército ucraniano. 

Sobre ese contrapunto se está construyendo ahora un tercer borrador de 19 puntos, trabajado en las últimas rondas entre funcionarios de Estados Unidos y Ucrania: recorta las cláusulas más tóxicas del plan original –los topes militares, algunas formulaciones sobre Donbás– pero preserva el corazón del enfoque: paz a cambio de rediseñar el régimen de sanciones, el flujo de hidrocarburos rusos y el acceso a recursos estratégicos en territorio ucraniano. El texto completo no se conoce, pero filtraciones coinciden en que los temas “energía y recursos” siguen siendo parte del núcleo duro de la negociación.

La discusión ya no es solo dónde se frena el frente de batalla, sino quién se queda con qué gas, qué petróleo y qué minerales durante las próximas décadas. La paz empieza a escribirse con lenguaje de contrato de largo plazo. Esto parece ser lo que le interesa mucho a EEUU. 

En paralelo, la guerra en el terreno se libra cada vez más sobre la red eléctrica. Los últimos informes de la ONU registran ataques combinados con misiles y drones contra infraestructura energética ucraniana el 25 de noviembre, con al menos ocho civiles muertos y decenas de heridos, y un patrón de golpes sistemáticos a centrales, subestaciones y depósitos de combustible que obliga a programar apagones para evitar el colapso del sistema. Rusia busca exactamente eso: quebrar la moral civil a través del “terror energético”, como lo definió la propia presidencia ucraniana, y al mismo tiempo erosionar la base industrial del país.

Del lado europeo, sin embargo, el daño estructural ya se produjo hace rato… y en otro sentido. En 2021, más del 40% del gas que importaba la Unión Europea venía de Rusia por gasoducto. Para 2024 esa proporción cayó al 11%, y si se suma el GNL ruso, el total apenas supera el 19%. El vacío lo llenan dos movimientos: más importaciones de GNL –sobre todo de Estados Unidos– y una baja dura del consumo de gas, combinando eficiencia, electrificación y renovables.

El problema es que la política nunca es lineal. En estos días, varias capitales europeas están volviendo a mirar sus cuencas propias. Grecia otorgó su primera licencia de exploración offshore en más de 40 años, Italia coquetea con revertir el congelamiento a nuevas perforaciones y el Reino Unido relajó restricciones en el Mar del Norte. El argumento es sencillo: seguridad energética y menos dependencia del GNL importado, justo cuando el GNL estadounidense ya representa más del 16% del consumo de gas de la UE. Europa, que en los discursos habla de neutralidad climática para 2050, en los hechos está tratando de asegurar fósiles “propios” para la transición.

Del lado ruso, el giro también es claro. Con el tránsito de gas por Ucrania terminado y Nord Stream fuera de juego, el gran cliente europeo se redujo a poco más que el gasoducto TurkStream. Al mismo tiempo, Moscú consolida su pivot hacia Asia: el Power of Siberia 1 ya se acerca a su capacidad plena de 38 bcm anuales hacia China, y en septiembre Gazprom anunció la firma de un acuerdo jurídicamente vinculante para construir el Power of Siberia 2, un gasoducto de 2.600 kilómetros vía Mongolia, diseñado para transportar hasta 50 bcm anuales durante 30 años desde los yacimientos de Yamal a las provincias del norte chino.

Para Pekín, eso significa menos necesidad de salir a pelear cada invierno por cargamentos spot de GNL en el mercado global y más abastecimiento por contrato, con precios previsibles. Para Rusia, implica reemplazar –parcialmente– el mercado europeo con uno chino, aunque con una relación de fuerzas invertida: quien fija condiciones ya no es Bruselas sino Pekín. El impacto sobre la transición energética es ambiguo: si China consigue gas relativamente barato y seguro durante décadas, la presión económica para acelerar su descarbonización pierde algo de urgencia, salvo que la reemplace la presión regulatoria interna y externa.

En el mercado petrolero, el cuadro es similar: más oferta estructural, precios contenidos, pero una prima de riesgo que se mueve al ritmo de las negociaciones de paz. En su última reunión, OPEP+ decidió mantener sin cambios los niveles de producción al menos hasta el primer trimestre de 2026, sosteniendo recortes aún vigentes por unos 3,24 millones de barriles diarios (cerca del 3% de la demanda global), pero dejando claro que podrían ajustar de nuevo si el mercado se sobreoferta. Con ese telón de fondo, el Brent se mueve alrededor de los 62–63 dólares y el WTI en torno a 58–59 dólares: lejos del pánico de 2022, pero también lejos de un escenario que obligue, por precio, a abandonar masivamente los fósiles.

En ese puzzle aparece Venezuela como ficha incómoda. La producción viene recuperándose desde los mínimos de la pandemia y una parte creciente del crudo venezolano sale por canales más o menos tolerados hacia China, India y, cuando las licencias lo permiten, Estados Unidos. El nuevo giro de la Casa Blanca, anunciando el cierre del espacio aéreo sobre Venezuela mientras mantiene abiertas algunas ventanas de negociación energética, agrega incertidumbre pero no cambia el dato de fondo: hay barriles “en la sombra” de Rusia, Irán y Venezuela listos para entrar más fuerte al mercado si las sanciones se relajan en el marco de una paz en Ucrania. 

Todo esto condiciona los incentivos de los propios negociadores. No es lo mismo firmar una paz que mantenga una parte importante de la producción rusa fuera del mercado occidental –sosteniendo precios algo más altos– que acordar un retorno casi pleno del crudo y el gas de Moscú a los grandes centros de consumo. Y tampoco es neutral si la reconstrucción de Ucrania se financia, en buena medida, explotando al máximo sus recursos fósiles y minerales críticos bajo esquemas de fondos de inversión dominados por potencias occidentales.

Ahí entra la discusión sobre la “financiarización” de la paz. El plan de 28 puntos y sus derivados no solo hablan de alto el fuego: reservan capítulos a cooperación tecnológica, joint ventures en energía e infraestructura, participación de empresas rusas en proyectos de inteligencia artificial y centros de datos, y una secuencia de alivio de sanciones vinculada al cumplimiento de metas. Europa, a su vez, debate qué hacer con los activos rusos congelados y cómo canalizarlos hacia la reconstrucción ucraniana, mientras Estados Unidos ya firmó acuerdos para crear un fondo de inversión en minerales estratégicos ucranianos. No es descabellado imaginar un escenario en el que, formalmente, la guerra termina, pero lo que queda es una arquitectura financiera que administra quién se apropia de los flujos de caja de gas, petróleo, GNL y litio durante décadas.

¿Y la Argentina en todo esto? No vamos a decidir los mapas en Donetsk, pero sí estamos parados sobre uno de los mayores reservorios de gas no convencional del mundo, en un contexto en el que Europa quiere menos dependencia de Rusia, Asia asegura gas por gasoductos con Moscú y América del Sur busca energía firme para electrificar y crecer.

Los números de las últimas semanas son contundentes: YPF anunció que alcanzó los 200.000 barriles diarios de shale oil en Vaca Muerta, un crecimiento del 82% en menos de dos años y un nuevo piso de producción que consolidó a la formación como motor del sector. En paralelo, la expansión del gasoducto Néstor Kirchner y la reversión proyectada del Gasoducto Norte apuntan a reemplazar importaciones desde Bolivia y GNL caro, y a habilitar una ruta estable de gas de Vaca Muerta hacia el sur de Brasil a través de la red boliviana, con contratos de exportación ya aprobados.

En otras palabras, mientras en el hemisferio norte se discute cuántas moléculas rusas vuelven a Europa y cuántas se desvían a China, Argentina está en condiciones, si ordena su macro y su regulación, de ofrecer gas de transición al Cono Sur y, eventualmente, al Atlántico vía proyectos de GNL. Como proveedor confiable en una década en la que el gas puede reemplazar carbón y fuel oil y ganar tiempo para desplegar renovables y almacenamiento.

La ventana, sin embargo, no es infinita. Si la paz en Ucrania se firma con un paquete que normaliza rápidamente el flujo de energía rusa a Occidente, los precios del gas y el petróleo podrían mantenerse bajos por más tiempo, haciendo más difícil justificar inversiones pesadas en infraestructura en países como el nuestro. Si, por el contrario, la normalización es parcial y Europa mantiene su decisión política de reducir al mínimo el peso de Rusia en su matriz, habrá espacio para nuevos jugadores… pero bajo estándares ambientales y financieros más estrictos.

En cualquiera de los dos escenarios, lo que Argentina no puede hacer es suponer que la mera existencia de Vaca Muerta garantiza relevancia geopolítica y dólares eternos. El conflicto en Ucrania muestra que la energía ya no se juega solo en términos de “más o menos producción”, sino en términos de contratos, sanciones, finanzas y transición climática. Si el país quiere estar en la mesa y no en el menú, tendrá que salir a negociar acuerdos de largo plazo que vinculen su gas y su petróleo a una estrategia propia de descarbonización, y no limitarse a vender moléculas al mejor postor mientras dure la moda. En este sentido el gobierno de Milei, que se subordina al de EEUU no parece ayudar a negociaciones con agenda amplia a favor de los intereses nacionales. Esto es parte esencial del problema. 

Porque dentro de unos años lo que va a contar es quién tiene energía, y sobre todo quién tiene un proyecto de país atado a cómo usa esa energía.

Hernán P. Herrera es coordinador del área de economía del Instituto Argentina Grande (IAG) y columnista de Un Mundo en Marcha (Radio Splendid, AM).

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