Trump–Xi: tregua táctica, poder estructural y la Argentina en el escenario de la economía política global

La reunión entre Donald Trump y Xi Jinping en Busan, Corea del Sur, constituyó un alto parcial en una rivalidad que es, esencialmente, tecnológica, industrial y geopolítica

Claves Hernán P. Herrera
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El intercambio dejó señales de distensión comercial —con impacto inmediato sobre expectativas financieras— sin alterar la lógica de fondo: la competencia por controlar insumos críticos, escalar manufacturas estratégicas y fijar estándares tecnológicos. La arquitectura de poder en las cadenas globales no se define por gestos retóricos, sino por capacidad de condicionar la oferta de bienes no sustituibles, financiar curvas de aprendizaje industrial y gobernar mercados a través de regulaciones y compras públicas. En ese plano, la asimetría continúa.

Lo principal de este encuentro fue: i) anuncio estadounidense de recorte acotado de aranceles, con reducción del gravamen asociado al paquete “fentanilo” del 20% al 10% y una rebaja “promedio” comunicada de 57% a 47% —expresión política cuya implementación regulatoria resta especificar—; ii) suspensión por doce meses, por parte de China, de la aplicación de nuevos controles a exportaciones y tecnología de tierras raras, abriendo transitoriamente el flujo sin resignar la palanca estratégica; iii) compromisos de recompras chinas de soja a Estados Unidos (12 Mt inmediatas y referencia de 25 Mt anuales en la cobertura periodística), con efectos principalmente tácticos; iv) continuidad de las restricciones a semiconductores avanzados —sin habilitación para los chips de última generación—; v) simultánea reintroducción, por parte de Washington, de señales para retomar pruebas nucleares tras 33 años, con implicancias negativas de seguridad y coordinación internacional. 

La consecuencia inmediata fue un alivio prudente en los mercados, coherente con el carácter de “tregua táctica” señalado por agencias y analistas: disminuyen los riesgos de interrupción súbita de insumos y se ordenan expectativas en el corto plazo, pero persisten las restricciones sobre tecnologías de frontera y la tensión estratégica subyacente. La duración del encuentro, su tono cordial y el objetivo explícito de separar “comercio” de “seguridad” refuerzan la hipótesis de un acuerdo instrumental: estabilizar variables sensibles (minerales críticos, agro, ciertos componentes intermedios) mientras cada parte preserva su doctrina en asuntos estratégicos (chips, Taiwán, militarización). 

En términos de economía política, la suspensión china de nuevas restricciones a las tierras raras por un año no es una concesión estructural: es la administración del ciclo de presión. El Ministerio de Comercio (MOFCOM) señala un compás de espera regulatorio; la posición oligopsónica de China en extracción, separación y refinado de estos elementos —indispensables para imanes permanentes, electrónica de potencia, defensa y transición energética— permanece incólume. La contrapartida estadounidense de moderar aranceles alivia costos en nodos de consumo intermedio y reduce, en los márgenes, la traslación inflacionaria. Sin embargo, no modifica la dependencia tecnológica de mediano plazo allí donde los cuellos de botella están fuera de la jurisdicción arancelaria: equipos de litografía y deposición, químicas de cátodos, refinado de galio/germanio, ni la capacidad de compra pública para reubicar parte del riesgo de inversión. En suma, el acuerdo “compra tiempo”, pero no poder estructural. 

La señal nuclear, por su parte, erosiona la credibilidad de coordinación que Estados Unidos necesita para sostener coaliciones tecnológicas con aliados. Cualquier percepción de debilitamiento del régimen de no proliferación encarece la cooperación en estándares duales (civiles y de defensa) y complica la gobernanza de export controls, precisamente cuando Washington aspira a alinear a Europa y Asia-Pacífico en restricciones a bienes y equipos de alto desempeño. El resultado de Busan confirma, así, una regularidad: la política de potencias opera con instrumentos múltiples y, a veces, contradictorios; los gestos que atenúan la fricción comercial pueden convivir con decisiones que amplifican el ruido sistémico. 

El balance neto, por lo tanto, no es un “cambio de régimen” sino un reacomodamiento de riesgos. Para Estados Unidos, el ajuste arancelario vigente en discurso y pendiente en norma es una válvula desinflacionaria y un gesto a la manufactura importadora; para China, la suspensión temporal en tierras raras actúa como recordatorio material del “grifo” y como señal de responsabilidad macro para terceros países, a la vez que concede aire a sectores occidentales en transición energética sin ceder en semiconductores ni en control de estándares industriales. De allí la pertinencia del diagnóstico: si la controversia se midiera en control de palancas críticas y escalado industrial, la ventaja de corto plazo continúa en Asia; si se midiera en capacidad de estabilizar expectativas financieras occidentales, el resultado es un empate útil. 

Estados Unidos iba a negociar una posición de poder en las cadenas globales de valor industrial, pero se encontró con una situación de interindependencia en las cadenas globales de valor vinculadas a la industria militar. Lo cual puso en jaque su posición como hegemón mundial, que muchos discutían pero que ahora tiene nuevas pruebas. 


Programas industriales en la carrera tecnológica global y la insuficiencia del RIGI en la Argentina.

La tregua comercial no altera la dimensión verdaderamente decisiva de la competencia: qué Estados están construyendo, con instrumentos fiscales, financieros y regulatorios, la base material de la próxima ola tecnológica. En el período 2023–2025, los países que disputan liderazgo no rehúyen la intervención pública; la recalibran. La evidencia comparada muestra estrategias convergentes con rasgos nacionales: créditos fiscales reembolsables a la producción y a la inversión fabril; compras públicas y estándares que crean demanda “ancla”; banca pública y fondos soberanos que absorben riesgo tecnológico y de mercado; y despliegues de infraestructura habilitante (hidrógeno, transmisión eléctrica, redes de datos, centros de diseño y prueba). Allí donde los costos marginales de adopción son crecientes y las curvas de aprendizaje importan, la política industrial opera como tecnología institucional que reduce costo del capital, coordina expectativas y acelera la difusión.

Estados Unidos instrumentó una tríada —créditos a la producción limpia (que Trump puso en discusión), incentivos a inversión en equipamiento y préstamos públicos de largo plazo— con efectos ya visibles en celdas, componentes de vehículos eléctricos, equipos de energía y semiconductores. Alemania incorporó contratos por diferencia de carbono para descarbonizar industrias intensivas, al tiempo que busca el despliegue de una red troncal de hidrógeno que internaliza costos sistémicos de transición. España y Francia reconfiguraron, con fondos europeos y banca pública, esquemas de convocatorias con exigencias de localización, transferencia tecnológica y escalabilidad. Canadá acopló créditos fiscales a un fondo de crecimiento que ofrece garantías de precio (backstops) y capital paciente en proyectos con riesgo de adopción. México, Brasil y Chile integran recursos críticos con manufactura a través de combinaciones de incentivos, financiamiento de banca de desarrollo y roles estatales en gobernanza (litio) o en articulación de cadenas (misiones industriales). Australia y Noruega concentran esfuerzos en sectores de capital intensivo (baterías, hidrógeno, CCS, eólica marina), con el Estado asumiendo parte del riesgo para lograr costos nivelados competitivos. China, finalmente, continúa coordinando crédito, compras y estándares desde planificación sectorial central, con resultados conocidos en escalas productivas y posiciones dominantes en componentes clave. Todos los países desarrollados tienen planes industriales conducidos por el Estado. 

En este mapa, la cuestión social no es adjetiva. Las estrategias mencionadas incorporan cláusulas de trabajo (salario, formación, contenido local, condiciones de seguridad) y planes de desarrollo regional para dirigir la creación de empleo calificado hacia polos identificados. La competencia por liderazgo tecnológico es, simultáneamente, una competencia por densidad ocupacional de calidad: no basta con atraer inversión de capital fijo si no se encadenan proveedores domésticos, capacidades de ingeniería, logística y servicios avanzados. La política industrial contemporánea internaliza esta agenda: condicionalidades laborales, metas de transferencia tecnológica, inclusión de PyMEs en compras públicas, y estándares ambientales que inducen innovación incremental.

A la luz de estos parámetros, el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) en Argentina resulta insuficiente para estar a la altura de la escala que demanda la competencia. El RIGI ofrece estabilidad regulatoria y beneficios tributarios y aduaneros a proyectos de gran porte por un período prolongado, lo que puede catalizar inversión en recursos naturales y en infraestructura asociada. Pero no contiene —ni remite a— un esquema operativo de política industrial que coordine demanda (compras públicas y estándares), financiamiento público de riesgo (préstamos y garantías condicionadas a desempeño), créditos fiscales en producción (no sólo en inversión) ni mecanismos de integración de proveedores locales bajo metas verificables. En la práctica, se promueve el desembarco de CAPEX extractivo o energético sin los instrumentos que transforman recursos críticos en capacidades manufactureras y tecnológicas. Esta asimetría es particularmente notoria en cadenas de valor como la de baterías: disponer de litio no se traduce automáticamente en cátodos, celdas o packs con densidad tecnológica; se requieren contratos de compra futura (off-take) desde el sector público, laboratorios de ensayo, normas técnicas comunes y financiamiento de integración para proveedores. En el contexto de la disputa entre China y EEUU, la ventana temporal en minerales críticos es estrecha: la suspensión china sobre tierras raras se concibió como medida temporal; sin una estrategia interna que agregue valor, así el país “exportará volatilidad” en sus productos que proviene del suelo, antes que empleo calificado. 

Por añadidura, el componente social y territorial del desarrollo industrial argentino queda desatendido si la política se restringe a la estabilidad tributaria de megaproyectos. La experiencia comparada muestra que la consolidación de polos productivos requiere acuerdos de formación profesional, exigencias de aprendizaje en proveedores nacionales, infraestructura logística y energética de apoyo y, sobre todo, previsibilidad en la demanda inducida por el Estado para sostener curvas de aprendizaje. Cuando tales elementos están ausentes, el multiplicador doméstico se comprime: se intensifica la importación de bienes intermedios de alto contenido tecnológico y el tejido local queda limitado a tareas de baja complejidad. El resultado es una trayectoria de crecimiento con baja elasticidad del empleo calificado y alta vulnerabilidad cíclica.

La cita de Busan confirma una regla que el país no puede ignorar: los líderes globales combinan distensión táctica con estrategias industriales activas que convierten ventajas en capacidades. La suspensión temporal de controles chinos sobre tierras raras y el alivio arancelario estadounidense no reordenan el tablero; sólo lo estabilizan por un período acotado. En ese contexto, Argentina debe decidir si su inserción internacional se limitará a proveer materias primas o si procurará acumular capacidades industriales y tecnológicas en segmentos donde los recursos críticos pueden convertirse en productos y servicios con mayor valor agregado.

Para lograr lo segundo, el país necesita complementar —y encuadrar— el RIGI dentro de un programa que: i) incorpore créditos fiscales a la producción orientados a manufacturas estratégicas; ii) movilice banca pública de desarrollo con préstamos y garantías condicionadas a metas de incorporación local, productividad y exportación; iii) establezca compras públicas y estándares técnicos que creen demanda para bienes de capital, movilidad y energía de producción nacional; iv) despliegue infraestructura habilitante (laboratorios, redes de ensayo, transmisión eléctrica, hubs de ingeniería) y acuerdos de formación para el trabajo calificado; v) vincule incentivos a encadenamientos locales y transferencia tecnológica auditables. Sólo una estrategia de este tipo permitirá que la volatilidad exógena de los mercados de commodities no se traslade mecánicamente a la macroeconomía y que el crecimiento tenga densidad ocupacional calificada, arraigo territorial y trayectoria exportadora.

Lo ocurrido en Busan ofrece, paradójicamente, una oportunidad: la distensión parcial reduce el ruido y abre una ventana para que países intermedios ordenen políticas. Aprovecharla exige abandonar la ilusión de que la estabilidad tributaria por sí sola construye industria. La competencia mundial se resolverá donde se resuelven las grandes carreras tecnológicas: en la fábrica, en el laboratorio y en los pliegos de compra. Argentina debe intentar estar ahí. 

Hernán P. Herrera es investigador del Instituto Argentina Grande (IAG) y columnista de Un Mundo en Marcha (en Radio Splendid, am). 

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